Como un
naufrago en la ciudad, andaba sin rumbo fijo. Las calles se parecían unas a otras.
De vez en cuando me cruzaba con otras sombras. Cada una con sus creencias y
destino. Entré en un viejo local, olía a
humedad. Una pequeña barra y siete mesas desordenadas, te daban la
bienvenida. En un rincón, tres mujeres y un hombre de color, hablaban a gritos.
Discutían acaloradamente. El dueño del local les dedicó una mirada de
desaprobación y los gritos disminuyeron. Me miró con desdén y me pregunto que
deseaba. Le pedí un café y un sándwich. Me indico una mesa libre al lado de un
ventanal en el que podías divisar una parte de la calle. Encontré un viejo
periódico releído un millón de veces. Manchas de tomate y huevo, crucigramas
parcialmente rellenados, y noticias que ya no eran tales. Mike, así se llamaba
el dueño, me dejó el café sin mirarme siquiera. Tras una pequeña espera me
trajo un sándwich de poco atractivo. En la calle, las luces proyectaban una luz
amarillenta, tenue y mortecina. No recuerdo el tiempo que había transcurrido
cuando tú entraste. Botas militares, una chaqueta roída y cabellos cortos. Unos
auriculares y una pequeña mochila, sujeta en la espalda, completaban un look rebelde y ciertamente atractivo.
Eran las tres de la madrugada, y el cansancio me vencía. Sin embargo, vi como
te sentabas en un rincón, como pedías un bocadillo de tortilla con queso, y un café. Como abrías un libro de bolsillo,
sin ni si quiera quitarte los auriculares. Leías o escuchabas música? Pasó el
tiempo y solo quedábamos tu y yo. Mike, dormía en la barra. Me levanté en
silencio para no despertarle, y le deje tres dólares a su lado. Salí sin rumbo
fijo, miré atrás, encendías un cigarrillo y me miraste. Abrí la puerta. Dejé tu
mundo y entré en el mío...
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