Ha llegado el gran momento, la puerta se abre y apareces radiante como
antaño. Años, meses, minutos y segundos. Me sonríes y nos fundimos en un largo
abrazo. Los poros de tu piel liberan de su cárcel corpórea ese olor característico
que tanto me subyugó y acabo con mi escasa resistencia. Fragancias de tiempos
pretéritos donde amar era amar, la sed se colmaba con más sed y la pasión con
sexo. Todavía oigo el agua resbalar por esa ducha de alquiler, el gato maullar
para ser escuchado y el pelo mojado sobre mi pecho.
Noches en vela, música de fondo y cigarrillos, muchos cigarrillos. Libros
amontonados en una estantería solitaria para ser digeridos, algunos de ellos
robados, más por falta de dinero que por excitación prohibida.
Llegaste a mí huyendo, esquivando balas con mala intención. Peligrosa, así
te recuerdo. Cual Mata Hari, danzabas hipnotizando hombres que sucumbían a tus
encantos y a los que finalmente devorabas al son exótico de músicas orientales.
Tus artes amatorias no tenían parangón con nadie que hubiese conocido hasta
entonces. Lenta o rápida, dominante o sumisa, tus diferentes roles acentuaban
la provisionalidad del instante; luz del día, sol de hoy, relámpagos y truenos
del mañana.
Intenso y fugaz, nuestro romance, en zona de calma, fueron unas vacaciones
en tu intenso transcurrir. Solías decirme que nunca encontrabas pausas lo
suficientemente largas para enamorarte. Creo que fui la excepción dentro de la
norma. Una anomalía en el azar de la guerra. Una piedrecita lanzada al lago
humeante de un volcán.
Desde luego, el miedo no era una emoción que conocieras en profundidad.
Igual te lanzabas en paracaídas, como cruzabas una avenida de una gran ciudad con
los ojos cerrados. Temeraria hasta decir basta, me mantenías en vilo, en vigilia
constante. Miedo a perderte, miedo a tu ausencia, eso lo dejabas para mí.
Te vi enfrentarte a demonios, explosiones y personajes de mala calaña. Tu mirada,
fría como la del inventor del invierno, mantenía al resto de mortales a raya.
Desparramabas golpes, descerrajabas cabezas y abrías heridas donde no las
había, sin pestañear, sin inmutarte, sin dudar.
Solo amigos, durante años, solo amigos. Sabía de ti por noticias televisivas;
heroína salva una multitud de un atentado, mujer salva de ser violada a una
muchacha en sanfermines, inmigrantes a la deriva se salvan milagrosamente
gracias a una mujer que estaba veraneando y nadó más de 5 km para avisar a los
guardacostas. Nadie sabía, a ciencia cierta, quien era esa mujer tan audaz y
valiente, exceptuándome a mí, claro está.
Sentado en una silla escribo mis últimas palabras. Un disparo certero a mi
barriga me desangra y sé que no dispongo de mucho tiempo. Pero estas aquí,
sonriendo, abrazándome cálidamente como antes, me dices en el oído palabras
tranquilizadoras y la energía de tu alma las une formando frases que desvanecen
el dolor: “Te quiero siempre te querré, estés donde estés. Mi amor, mi verdadero
y único amor”.
Con un hilo de voz, apenas audible, le susurro -No quiero que me veas
morir,
tengo bastante con que te marches caminando-.