Siempre fue una soñadora algo taciturna y nada sociable. Devoraba los
cigarrillos luky strike blandos uno detrás de otro, casi sin pausa. En otro
tiempo, su hermosura había roto corazones por doquier, ahora apenas la miraban.
Deambulaba por la estación como un zombi independentista. Unos cascos enormes,
seguramente encontrados en cualquier contenedor, la mantenían ajena al trasiego
de viajeros con destino. Una tez morena y unos cabellos que parecían cortados
por una peluquera en estado de embriaguez, completaban la foto invisible de
alguien invisible.
Mi mochila era enorme, la arrastraba por el andén como si de un muerto se
tratara. En una pausa para respirar, me fije en ella. Me miraba. Al
menos, eso me pareció. Mi curiosidad innata debida a mi profesión, es decir, de parado de larga duración, hizo que me acercara a aquella chica menuda y que
parecía la hormiga atómica en estado de descomposición. Le pregunté por la
mejor forma de llegar al andén b7 sin morir de inanición y de sed; siempre fui
un verdadero desastre para orientarme, recuerdo perderme incluso en mi pequeña
ciudad de 8000 habitantes, cuatro vacas, dos caballos y un asno sin
descendencia.
Un gato negro bajo de un vagón de un vetusto tren de cercanías. Letras de
colores adornaban los laterales de forma que parecía una obra de arte en
movimiento. El revisor intentó darle un puntapié con tan buena suerte para el
animalito que perdió el equilibrio y su gran cuerpo y pequeña mente fueron a
caer de bruces contra el frío y mojado suelo que, con anterioridad, una pequeña
mujer de grandes pechos había fregado con diligencia franciscana.
La papelera rebosaba de latas y papeles de diverso tamaño y colores
llamativos. A decir verdad, apestaba a orín y a cloaca abandonada. Un perro la
olisqueaba por debajo y se relamía como si en ella se encontrara un apetitoso
manjar perruno. Su dueño estiró con violencia desmedida la correa que se rompió
por su punto más débil. Chapiiiii, le grito, sit, sit, pero ni se sentó ni dejo
de oler el rebosante recipiente que atravesaba su peor momento.
Recuerdo aquel beso que me hizo estremecer.
La realidad distorsionada por cristales abandonados donde lo fugaz y lo
intangible se unían formando un todo y un nada.
-Adiós- le dije. Y sin mirar atrás, seguí mi camino.
La huella de sus labios en mí alma y el amor que pronto extinguiría.
Un bebé llora en los brazos de su madre mientras ella le sonríe y le acerca amorosamente un pecho repleto de alimento y vida.