Una
luz tenue iluminaba la habitación. El caos reinaba. Ropa azarosamente repartida
por todas partes, mostraban lo que tan sólo unas horas antes acababa de
ocurrir. La cabeza me estallaba, y me serví un café que no recordaba cuando
había hecho. Sin azúcar, como me gustaba por las mañanas de resaca. En mi cama,
yacía una mujer desconocida. El olor a sexo me hizo esbozar una leve sonrisa.
Recuerdo entrar precipitadamente de la mano de una bella joven. Entre risas
alcohólicas nos sacamos la ropa, lentamente al principio y con cierta violencia
después. Gotas de sudor resbalaban entre cuerpos ávidos de placer, a la vez,
que manos sedientas arañaban, estrujaban y acariciaban, rompiendo con los cánones del sexo preestablecido. Su pelo rubio y enredado yacía entre mis
manos, mientras su cabeza se movía en oscilaciones entre bruscas y lentas.
Utilizaba pinta labios rojo que, como es sabido, distinguía en el antiguo
Egipto a las prostitutas expertas en la felación de las que no lo eran. Desde
luego no me pareció una inexperta, como Afrodita, parecían compartir el hecho
de no haber tenido infancia, ambas nacidas adultas, núbiles e infinitamente
deseables, de cuerpos esbeltos e infieles por naturaleza. Sentado en una cómoda
la contemplé horas que parecieron minutos. Asemejaba la brillante luz de un
faro en noche cerrada. Se levantó y me besó suavemente el labio superior. En mi
pecho izquierdo, casi sobre el corazón, unas pequeñas heridas supuraban pequeñas
gotas de sangre que nunca, nunca! conseguí cerrar.
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