martes, 23 de junio de 2015

Abrí la lata lentamente...

Abrí la lata lentamente y allí estabas. Apretujada entre aires irrespirables. Una vida rutinaria unía los diversos puntos de sutura de numerosos traumas. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Ya no tenías fuerzas para avanzar, pero mantenías una sonrisa juvenil que delataba un corazón con alma. Las armas de mujer eran evidentes, aunque desgastadas por múltiples metamorfosis. El amor, antaño vencedor en cientos de batallas, se mostraba extrañamente dúctil y se deshacía como plastilina en mal estado. La larga cabellera, de rizos hercúleos, caía ahora con desgana y ocultaba un bello rostro de ojos negros. Supe rápidamente de tu motor averiado, de tu epidermis ennegrecida por tantos y tantos amaneceres. Desde la atalaya divisabas un mundo que ya no era el tuyo, y del cual habías renunciado. Los vientos habían dejado de agitar tus largos cabellos y la oscura mirada permanecía fija en puntos lejanos. Los lacrimales ya no podían crear lágrimas, en otros tiempos, origen de manantiales. Árido desierto dónde la sangre dejó de fluir.

Decidí quererte! Enamorarte cada día! Hacerte feliz!

Ahora, que el invierno ha llegado a mi vida y que hace tiempo que yaces en el mar, conozco la respuesta. La encontré un día acariciando una dura roca de una playa desconocida. Al poco de darle calor se deshizo entre mis envejecidas manos y se transformó en brillantes granos de plata y oro. Sin forzar, lentamente, dando simplemente calor. Allí estabas...

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