Abrí la lata lentamente y allí estabas. Apretujada entre aires
irrespirables. Una vida rutinaria unía los diversos puntos de sutura de
numerosos traumas. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Ya no tenías fuerzas
para avanzar, pero mantenías una sonrisa juvenil que delataba un corazón con
alma. Las armas de mujer eran evidentes, aunque desgastadas por múltiples
metamorfosis. El amor, antaño vencedor en cientos de batallas, se mostraba
extrañamente dúctil y se deshacía como plastilina en mal estado. La larga
cabellera, de rizos hercúleos, caía ahora con desgana y ocultaba un bello
rostro de ojos negros. Supe rápidamente de tu motor averiado, de tu epidermis
ennegrecida por tantos y tantos amaneceres. Desde la atalaya divisabas un mundo
que ya no era el tuyo, y del cual habías renunciado. Los vientos habían dejado
de agitar tus largos cabellos y la oscura mirada permanecía fija en puntos
lejanos. Los lacrimales ya no podían crear lágrimas, en otros tiempos, origen
de manantiales. Árido desierto dónde la sangre dejó de fluir.
Decidí quererte! Enamorarte cada día! Hacerte feliz!
Ahora, que el invierno ha llegado a mi vida y que hace tiempo que yaces en
el mar, conozco la respuesta. La encontré un día acariciando una dura roca de
una playa desconocida. Al poco de darle calor se deshizo entre mis envejecidas
manos y se transformó en brillantes granos de plata y oro. Sin forzar, lentamente,
dando simplemente calor. Allí estabas...
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