martes, 8 de agosto de 2017

Tengo bastante con que te marches caminando...

Ha llegado el gran momento, la puerta se abre y apareces radiante como antaño. Años, meses, minutos y segundos. Me sonríes y nos fundimos en un largo abrazo. Los poros de tu piel liberan de su cárcel corpórea ese olor característico que tanto me subyugó y acabo con mi escasa resistencia. Fragancias de tiempos pretéritos donde amar era amar, la sed se colmaba con más sed y la pasión con sexo. Todavía oigo el agua resbalar por esa ducha de alquiler, el gato maullar para ser escuchado y el pelo mojado sobre mi pecho.
Noches en vela, música de fondo y cigarrillos, muchos cigarrillos. Libros amontonados en una estantería solitaria para ser digeridos, algunos de ellos robados, más por falta de dinero que por excitación prohibida.
Llegaste a mí huyendo, esquivando balas con mala intención. Peligrosa, así te recuerdo. Cual Mata Hari, danzabas hipnotizando hombres que sucumbían a tus encantos y a los que finalmente devorabas al son exótico de músicas orientales. Tus artes amatorias no tenían parangón con nadie que hubiese conocido hasta entonces. Lenta o rápida, dominante o sumisa, tus diferentes roles acentuaban la provisionalidad del instante; luz del día, sol de hoy, relámpagos y truenos del mañana.
Intenso y fugaz, nuestro romance, en zona de calma, fueron unas vacaciones en tu intenso transcurrir. Solías decirme que nunca encontrabas pausas lo suficientemente largas para enamorarte. Creo que fui la excepción dentro de la norma. Una anomalía en el azar de la guerra. Una piedrecita lanzada al lago humeante de un volcán.
Desde luego, el miedo no era una emoción que conocieras en profundidad. Igual te lanzabas en paracaídas, como cruzabas una avenida de una gran ciudad con los ojos cerrados. Temeraria hasta decir basta, me mantenías en vilo, en vigilia constante. Miedo a perderte, miedo a tu ausencia, eso lo dejabas para mí.
Te vi enfrentarte a demonios, explosiones y personajes de mala calaña. Tu mirada, fría como la del inventor del invierno, mantenía al resto de mortales a raya. Desparramabas golpes, descerrajabas cabezas y abrías heridas donde no las había, sin pestañear, sin inmutarte, sin dudar.
Solo amigos, durante años, solo amigos. Sabía de ti por noticias televisivas; heroína salva una multitud de un atentado, mujer salva de ser violada a una muchacha en sanfermines, inmigrantes a la deriva se salvan milagrosamente gracias a una mujer que estaba veraneando y nadó más de 5 km para avisar a los guardacostas. Nadie sabía, a ciencia cierta, quien era esa mujer tan audaz y valiente, exceptuándome a mí, claro está.
Sentado en una silla escribo mis últimas palabras. Un disparo certero a mi barriga me desangra y sé que no dispongo de mucho tiempo. Pero estas aquí, sonriendo, abrazándome cálidamente como antes, me dices en el oído palabras tranquilizadoras y la energía de tu alma las une formando frases que desvanecen el dolor: “Te quiero siempre te querré, estés donde estés. Mi amor, mi verdadero y único amor”.

Con un hilo de voz, apenas audible, le susurro -No quiero que me veas morir,
tengo bastante con que te marches caminando-.

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